La Fuente de Flagey
Esta tarde, junto a las aguas calmas de una laguna en el barrio de Flagey, en Bruselas, una fuente danzaba bajo la luz. No con coreografía, ni con propósito claro—sino con ese tipo de misterio sin esfuerzo que sólo conocen la naturaleza… y las máquinas olvidadas por el hombre.
Un gran chorro de agua se elevaba hacia el cielo—como un pequeño Big Bang, explotando desde la quietud hacia la forma. Y así como en los viejos relatos del cosmos, cada gota salía disparada, libre e individual, brillando en el aire como estrellas recién nacidas. Pero entonces apareció el viento.
Ah, el viento. Invisible, suave, y completamente al mando. No empujaba con violencia. Susurraba. Rozaba cada gota con una confianza tranquila, desviando su trayecto con total naturalidad. La fuente ya no explotaba en simetría—se curvaba, se quebraba, se entregaba al vaivén. Y sin embargo... seguía siendo la misma fuente.
Cada gota, aunque parecía separada, nunca estuvo realmente sola. No era guiada por su propia voluntad, sino por una danza invisible. Por las corrientes que no se ven, pero que siempre están.
Uno podría decir que cada gota tiene su propia mirada, su propio vuelo, su historia—cayendo en distintos ángulos, dibujando trayectorias únicas en el aire. Pero al final, todas vuelven. A la laguna. A la quietud. Al todo.
Y eso... no es muy distinto a lo nuestro.
También nosotros irrumpimos en la vida desde el misterio. Nos lleva el viento del azar, las circunstancias, el deseo. Cada uno parece separado—reluciendo, volando por el tiempo con su arco propio, su identidad. Miramos alrededor y vemos a otros, cerca o lejos, cada uno en su vuelo. Pero en esencia, todos somos agua.
No somos seres dentro del universo. Somos el universo... siendo.
La fuente no es solo una máquina en un parque—es el proceso entero de venir e irse, de elevarse y regresar, de la diferencia volviendo a ser unidad.
Y en ese instante, parado junto al agua, se vuelve claro: el viento no está en contra del agua. Es parte del agua. El aparente caos no es caos. Es el modo. Y el regreso no es un final. Es una fusión. Un recuerdo.
Las gotas caen, sí. Pero caen de vuelta hacia sí mismas.
Hacia la laguna que nunca estuvo separada de ellas.
Así como nosotros caemos—una y otra vez—en la totalidad que, en verdad, jamás dejamos de ser.